24 ago 2007

La selección vasca del 36 (Santiago Segurola)

Se agruparon todos, llamados por la fidelidad, el respeto, la admiración y el deber, en torno al octogenario Luís Regueiro, el maestro. Impecable en su terno traje gris marengo, con la mirada todavía desafiante, Regueiro cobijó a sus viejos compañeros: Lángara, Areso, Ahedo, Larrínaga, Emilín, y Pablito. Igual que en 1937, cuando condujo a la selección vasca reclamada por el lehendakari Aguirre para contrarrestar la propaganda franquista. Aquella selección irrepetible se embarcó en el bimotor Neus en la primavera de 1937 y recorrió triunfalmente Europa y América.

Cincuenta años después, algunos de los componentes de aquella Selección han vuelto a encontrarse para recibir el homenaje del Gobierno vasco y de una afición que no olvida aquellos nombres: Blasco, Areso, Ahedo, Cilaurren, Zubieta, Muguerza, Gorostiza, Regueiro, Lángara, Iraragorri, Emilín... "Faltan muchos, faltan muchos", se lamenta Pedro Areso, que regresa de Argentina para abrazar a su viejo compañero Ahedo. Los dos formaron la célebre defensa que dió el título de liga al Betis en 1935, el único campeonato que ha ganado el equipo de Heliópolis. No lo había visto desde hace 50 años, y el reencuentro le instaló más la pena que la emoción. Echaba de menos al Benjamín Zubieta, y a Chato Iraragorri y al gran Cilaurren. Sólo quedan siete. Todos menos Lángara, que regresó hace un año de México, han cruzado el océano y han rememorado las hazañas de aquel equipo.
Cada uno de ellos guarda una actitud casi reverencial a Luís Regueiro, El Corzo. Y entre todos el que más desvelos le ofrece es Isidro Lángara, el gran goleador del Oviedo y del San Lorenzo de Almagro. Hubo un tiempo en que la relación era inversa. Regueiro era un interior incansable, extraordinariamente generoso sobre el pasto, el almirante del Madrid y de la Selección española. De ahí le venia el apodo. Adelante y atrás, recoger el cuero, acarrearlo y servirlo. -"como un camarero lo hacía", recuerda Regueiro- a Lángara.
Lángara aún exhibe las facciones grandes que se suponen en los delanteros centros. Es alto y fuerte, y toda su cara es rotunda, sobre todo la nariz, necesariamente grande para olisquear el perfume que despide el cuero cuando cruza rápido sobre el área. Así le mandaba Regueiro el pelotón, y ahora, tantos años después, Lángara, que siempre ha venerado a su compañero, conduce, indica, acompaña a Regueiro, siempre tan impaciente. "Fíjese, yo era nervioso en el campo y durmiendo también. Y comprenderá que ya no pueda cambiar", confianza El Corzo.

El Chato
En aquel equipo Regueiro era el nervio. Otros ofrecían la magia, muchas veces fugaz. De Iraragorri, el otro gran interior, alguno de ellos dice que era un artista y había que entenderlo como tal. "El Chato se quedaba diez minutos mirando a las nubes, ajeno a todo lo que sucedía en el campo, y luego se desataba como un genio. Hasta el punto que era capaz de resolver los parecidos con alguna de aquellas ideas que le pasaban por la cabeza". Junto a ellos dos extremos inigualables: Emilín y Guillermo Gorostiza, Bala Roja, el win más extraordinario que ha corrido las bandas de San Mamés. Gorostiza regresó a España, antes de que acabara la guerra, como Roberto, y fichó por el Valencia. El resto se dirigió a Sudamérica, después de una fantástica gira por numerosos países europeos.
Ellos se proclaman orgullosos de haber servido de embajadores del pueblo vasco. Pero en aquellos días las dificultades se sucedieron. Todos aborrecen el nombre de Jules Rimet, el padre de la FIFA, que persiguió la estela de la Selección vasca por todo el mundo. Su intervención impidió que el combinado disputara cinco partidos en Argentina, uno de los cuales iba a servir para inaugurar el nuevo estadio de River.

Destinos diferentes
Finalizada la guerra, la Selección se deshizo y sus jugadores buscaron distintos acomodos, la mayoría en Argentina, donde dejaron un gran recuerdo. El portero Blasco, Ahedo y Cilaurren se enrrolaron en River; Zubieta, Lángara, Iraragorri y Emilín ingresaron en el San Lorenzo de Almagro; Areso firmó por el Racing, que tenía como sustento el apoyo incondicional del todavía coronel Perón y su amigo Sercijo, luego ministro y estafador. Todos recuerdan la venganza de Lángara en la fecha de su presentación en el terreno de Boedo, donde jugaban los gauchos del San Lorenzo de Almagro. La afición porteña recelaba de las habilidades del guipuzcoano, seguramente celosa de las joyas que guardaba el equipo, chicos espabilados como Imbeglioni, Farro, Martino, De la Mata y el pibe Pontoni. Pero la nariz de Lángara no había perdido olfato con tanto trasiego, y en aquella tarde memorable frente al River Plate de los astros Moreno y Pedernera, marcó uno, dos, tres, cuatro. ¿Viste, viejo?
Quizá, entre todos, fue Zubieta el que más brilló. Zubieta era el más joven de la escuadra vasca. Había debutado con sólo 17 años en el Athletic, donde jugaba de medio junto al grandioso Cilaurren, uno de los astros en el Campeonato del mundo del 34, Roberto y Muguerza. Zubieta se incorporo al San Lorenzo de Almagro y dictó lecciones imborrables en los campos argentinos junto a Greco y Arnaldo, dos medios con nombres y apellidos de tanguistas que asombraron a los aficionados españoles en la gira que realizó el San Lorenzo de Almagro en 1945.
Areso, que, a más de una extraordinaria memoria, conserva los modos serenos que le hicieron famoso en el Betis, recuerda todas aquellas guerras porteñas y, como Luís Regueiro, muestra la sensatez de no comparar épocas ni jugadores. "Acaso en mis días, los jugadores eran más diletantes. Tengo la impresión de que nos gustaba más jugar el balón que ahora, quizá porque todo este mundo se ha vuelto demasiado profesional y priman otros intereses. Pero no puedo hablar de estos jugadores y de aquellos, de Maradona y Di Stéfano. Cada uno en su época y todos en su sitio", comenta Areso, que sólo confía en que este pequeño martirio emocional acabe pronto.